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miércoles, 18 de diciembre de 2019

DEJA QUE TE ADOPTE UN PUEBLO

Panorámica de Buciegas. Cortesía de Diego Delso, delso.photo, Licencia CC-BY-SA
 
Hace ya dos veranos que quería dedicarle una entrada al tema de la despoblación rural, que nos guste o no, ahora está tan "de moda". Ha habido otros que escribieron antes sobre el tema, pero quizás fue el libro de Sergio del Molino, “La España vacía” el que, al nombrar este proceso, de alguna manera le ha dado carta de existencia.


En su momento, cuando me puse a escribir solo me venían a la cabeza las reivindicaciones ya bien conocidas (falta, de servicios básicos, de infraestructuras, de perspectivas laborales, de opciones de ocio, etc) o un montón de lugares comunes, en plan Mr. Wonderful rural: las campanadas de la iglesia, el cine de verano, la tienda de ultramarinos, el chillido del vencejo ya avanzada la primavera, los niños jugando en la plaza, el olor a pan y bollos recién hechos, bañarse en la alberca, ir de romería, el cielo estrellado o el sonido de grillos y cigarras...Algunos de ellos, todo hay que decirlo, son vivencias propias de infancia y juventud ligadas a un pueblo, eso sí, un pueblo grande. El caso es que me faltaba perspectiva. 
 

Precisamente fue hace dos veranos cuando tuvimos la primera experiencia que me daría algo más de "perspectiva". Atravesando el páramo de Masa (Burgos), en dirección a Santander, debido a nuestra urbanita manía de pensar que "en el próximo pueblo tiene que haber una gasolinera abierta" por casi nos quedamos tirados en la carretera. Nos salvó in extremis un agricultor que tenía un pequeño surtidor para sus dos tractores, no sin antes advertirnos que estaba poniéndonos gasóleo agrícola. Nos tiramos una hora charlando; sobre agricultura, sobre tractores y lo que supone vivir en el medio rural. Gracias a que en aquel pueblecito existía un agricultor en activo, con un depósito de gasoil y buen corazón pudimos llegar sin problema a nuestro destino, y con algo más de perspectiva.
 

Un lavadero público, con abrevadero adosado, todo en muy buen estado de conservación. 
Sin embargo, fue en el pasado puente de la Constitución cuando me llegó la oportunidad definitiva para ampliar mi visión del mundo rural. La alcaldesa de Buciegas, un pequeño pueblo de la Alcarria conquense, nos invitó a una jornada de encuentro, con competición de juegos tradicionales y gachas de matanza para todos los asistentes. Apenas llegamos y dimos nuestras "credenciales",  los organizadores de los juegos asignaron un equipo a mis hijos para que participaran en el torneo de juegos y otro paisano nos condujo a la casa de la alcaldesa. Tras un rato de charla en la gran mesa de la cocina, un breve paseo por los alrededores, varias intentonas para manejar el aro, una cervecita en el "bar/centro social" (atendido a turnos por los propios vecinos), por fin llegó la hora de probar las gachas.
 
Las gachas manchegas, elaboradas con harina de almortas, guijas o titos, es un plato de invierno por excelencia, una receta de pastores, un matahambres y en definitiva una comida de amistad en la que, cada cual con una cuchara y un trozo de pan, sigue religiosamente la etiqueta de "cucharada y paso atrás". No fue así en esta ocasión ya que éramos muchos alrededor de los cuatro peroles que pusieron al calor de la lumbre en mitad de la calle. Participó todo el pueblo - los quince valientes que pasan allí todo el invierno, junto con los emigrados, sus parejas, hijos o nietos - en un esfuerzo por hacer piña, reencontrarse y afianzar raíces.

Jugando al aro


Aunque la textura de las gachas no me entusiasma, no iba a perderme la ocasión de probar unas tan auténticas. Así, entre cucharadas, torreznos e higaditos, hablamos con varios vecinos del pueblo y con el vicepresidente de la Diputación de Cuenca que también había sido invitado a la jornada. Me traje incluso una receta para guardar en conserva esos tomates que se quedan verdes en la mata al final de temporada y sabes que no llegarán a ninguna parte .
 

Entre tanta charla, me llamó la atención la cantidad de veces se consideraban a sí mismos, o al propio pueblo, como parte de la España “vacía" o "vaciada" (cada uno utilizaba el término que le parecía). El caso es que, quizás sería apreciación mía, pero detectaba cierto punto de orgullo colectivo, lo cual me alegra. Quiero pensar que ya pasó a la historia lo de hacerse de menos, considerándose "los paletos" o los "catetos"; incluso diría que ahora es el término urbanita el que tiene el matiz despectivo.
 

Así, cuando llegó la hora de irnos, según andábamos por las calles hacia el coche me di cuenta de lo diferente que había sido esta experiencia comparada con otras veces que habíamos hecho "turismo rural". No es lo mismo darse un paseo por un pueblo con la mayor parte de las casas cerradas, por muy pintoresco que sea, y en el que, si acaso, hablas con el personal del bar, del restaurante o de la tienda de recuerdos. En Buciegas, las calles me parecieron más vivas y acogedoras, como sus habitantes, que al fin y al cabo, nos habían “adoptado” ese día.
 

Rincón de Buciegas con gato
Entonces me di cuenta de lo equivocado del título de aquella entrada que, afortunadamente no llegué a escribir. ¿Qué es eso de que alguien de ciudad tenga que adoptar un pueblo?, ¿por qué tiene este que dejarse adoptar como si fuera una mascota abandonada o un niño huérfano?. Ciertamente muchos, muchísimos pueblos en España son huérfanos de unas instituciones que no atienden siquiera sus necesidades básicas de servicios e infraestructuras. Pero a aparte de eso, o mejor dicho, a pesar de ello, su gente empuja y se organiza para seguir demostrando, como dice María Sánchez en su muy recomendable ensayo “Tierra de Mujeres”, que están vivos y tienen voz propia.
 

“Todavía podéis reconocernos.
Todavía podéis entendernos.
Todavía seguimos hablando en presente.
Un medio rural vivo que se levanta y os tiende la mano.
Un territorio lleno de personas que sin miedo os dicen:
Estamos vivos y estamos aquí.”

 


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